«Lírica pixelada en la era cuántica»
¿Qué haríamos sin la correspondencia de los compositores? Quizás a sabiendas de que buscaríamos en ella las claves de sus meandros creativos, a veces son tan explícitos… Aunque lo que el compositor austríaco Anton Webern le confía a Elizabeth Sprague Coolidge sobre este cuarteto de cuerda, a más de una tal vez le sepa a poco. Y, además, ¿ella quién es?
La señora Coolidge era de Chicago, pianista y mecenas musical. Comandó obras a Stravinsky, Prokofiev, Copland… y este Cuarteto de cuerdas. Webern le escribe: «no encontrará usted en él aliento épico, sino compresión lírica. Es de su brevedad lírica más que de sus grandes trazos sinfónicos que donde surgen mis formas.» Lo comparaba a las sonatas para piano de Beethoven.
Este cuarteto es un desarrollo pluricelular en dodecafonía a partir de la célula del célebre motivo B-A-C-H, una notación que, como un juego, sigue las notas Si bemol- La- Do- Si, y a partir de ahí desarrolla fuga, canon, scherzo… a lo largo de 3 variaciones. El resultado es puntillista… ¿o quizás atómico? En 1938, año de su estreno, el Nobel de Física fue para Enrico Fermi, uno de los principales científicos de energía nuclear y mecánica cuántica.
A Webern dedicó Igor Stravinsky esta imagen también bastante cuántica: «Condenado al fracaso total en un mundo de sorda ignorancia, él siguió inexorablemente tallando el fulgor de diamantes, cuyas minas conocía a la perfección».
«whilst we look up, marvelling how hei has escaped us»
«Mientras miramos a lo alto, maravillados de cómo se nos escapa.»
Siempre es buena la oportunidad de escuchar a Manuel Balboa, el compositor coruñés que falleció el mismo año que la poeta y violinista coruñesa Luísa Villalta, ambos sin llegar a los 50 años. Balboa se había hecho célebre con música para cine, recordado y premiado por El abuelo, El baile de las ánimas o Canción de cuna. El Grupo Instrumental Siglo XX ha incluido esta obra en el disco que recopila toda la música de Balboa para conjunto instrumental, editado en 2012.
En este homenaje a E. M Foster – el escritor británico que aborda hipocresía, homosexualidad y clasismo con cuidada lucidez– abre varios hilos luminosos que deja abandonados o trunca sucesivamente. A cada poco se encienden temas entre la desolación y la belleza que pronto se apagan. Escribió esta pieza para el Festival de Otoño de Barcelona y la crítica lo vio cercano en sus formas e ideas a Anton Webern.
En Una habitación con vistas, E. M Foster había escrito: «La vida […] es un recital público de violín en el cual uno aprende a tocar el instrumento mientras interpreta.» Por medio de la atmósfera de intimidad abstracta de un cuarteto de cuerda, Balboa transmite de un modo tan brillante como efímero ese reino no de este mundo que es el reino de la música, según otra cita de esa misma novela de Foster.
Y lo escuchamos en la habitación con las mejores vistas del submarino de Nemo.
«Lo que resuena, lo que no suena, lo que martillea»
Uno de los compositores catalanes actuales nos sumerge [o más bien nos pinta] tres haikus. «Siempre he pensado la música de manera muy visual. Necesito partir de una imagen (natural o recreada) que me sugiera un material sonoro.» ha afirmado en una entrevista.
El haiku es una forma lírica japonesa de los siglos XVII y XVIII que, quizás por su brevedad, ha gozado de gran aceptación en Occidente desde hace ya varias décadas. Aunque uno de los giros de eje con respecto a la poesía europea no es tanto que se componga de tres versos que sumen 17 sílabas [ese amor por el número primo, tan distinto a nuestro amor por versos pares, pareados, hemistiquios…], sino a su ausencia de metáforas o símbolos. El haiku se hunde en algo con la apariencia de no contar nada trascendente.
Guix escoge tres haikus en donde el sonido se mide con la imagen: el primero, de uno de los grandes haijins [autores de haiku] clásicos: Matsuo Basho. Hay un sonido [y qué sonido] de bronce. Pero también hay bruma. Que es como un matiz invernal del sonido.
El sonido de la campana
expándese
en la bruma del alba.
El segundo es anónimo y lo recoge el erudito Vicente Haya en su fantástico Haikus japoneses de vuelo mágico. El aleteo de una mariposa aquí no provoca un huracán, sino que «se mide» con el casi-silencio de un pétalo cayendo [¿verano ya?]. Una mariposa competitiva. No ese insecto angelical y un poco atolondrado.
Una mariposa midiéndose
Con un pétalo que cae:
«A ver quién es más leve».
El tercero nos sitúa en la época del telégrafo y en el invierno. El sonido y el silencio previos dan paso al ruido. Hay un paralelismo entre las onomatopeyas del granizo natural y el telégrafo, artificio sapiens. Un interior y un exterior. La monotonía mecánica se tiñe de soledad con una ventana a la noche.
Ruido del granizo.
Ruido del telégrafo.
Paisaje nocturno por la ventana.
Nos sumergimos en el fragor de la campana con el violonchelo y la bruma de armónicos del violín, la bruma se vuelve ruido blanco. El legato en contrapunto mide apasionadamente el vuelo del pétalo y la mariposa en el movimiento II. Y la llamada internacional de SOS […—…] codificada sobre las maderas de los instrumentos [abeto, arce, ébano…] abre ese misterioso haiku telegráfico, punteado de pizzicato como un duelo rítmico entre la naturaleza que graniza y el ser humano que escribe. Soledad, lirismo y cierto humor también en esta partitura.
El propio Guix indicó que a lo largo de las tres piezas priman el timbre, el contrapunto y el ritmo, respectivamente. Tres breves estampas como grabados de Hokusai, con un Fuji nevado al fondo.
«E miraremos as ondas!»
Las ondas, sí. Las ondas forman parte de nuestra esencia como seres vivos: durante 40 semanas nos damos forma en un órgano de sonoridades acuáticas, una matriz. Nuestra comprensión del mundo tiende a lo ondulado, desde la luz y su longitud de onda, al agua; desde el amor en un pergamino Vindel a la teoría de cuerdas. Incluso nuestro propio cerebro repliega su gelatinoso kilo de dudas sinuosas para caber en la caja negra del cráneo.
Para el compositor coruñés Ramón Otero, la idea de la onda se corresponde con el trino del instrumento de cuerda, una oscilación veloz entre dos notas que, según sus palabras «abren en su vacilación la puerta de un interregno, un mundo místico entre superficie y profundidades».
Si dejamos de lado el optimismo en cuanto a predicciones climáticas, subidas de nivel del mar y demás, A Coruña ya es un mundo a medio camino entre superficie y profundidades: las «hidrotopías» son lugares del agua, y sus sonidos son sónar, microoscilaciones, espumas que se crean y descrean… Galicia y sus rías son ondulaciones fractales de la geografía de costa. Nuestras montañas son viejas, un ecosonograma del tiempo que llevamos aquí.
Y aquí, en la sala Nautilus, todo esto suena como anillo al dedo. En Hidrotopías, Otero crea una ecosonoridad nueva con pinceladas de obras suyas que rememoraban personajes emblemáticos de Galicia como Lugrís, Manuel Antonio [Nós, 2016] o Maruja Mallo [Etopeas, 2017] y destellos de jazz, Bach, sirenas, naufragios, cabezas de mujeres, gaviotas, amarras tensadas, fatamorganas… un cuarteto de cuerda da para eso y más. Hasta para el caparazón de centolla que parece sostener nuestra cultura de ciudades asoladas y nutre nuestro diálogo con el océano como el ilustrado por Miguelanxo Prado, tan de profundis.
«A qué sonará la tinta, sus espacios en blanco, tus palabras?»
No siempre estamos preparadas para el silencio. Nos coge por sorpresa. A veces son en cambio las palabras escritas, signos en sí, las que nos dejan cicatrices.
Un trazo de violín nos caligrafía el rostro. Nos significa. Así comienza Kalligraphie, una inmersión en el trazo negro de la cuerda y sus silencios níveos, perturbadores, casi crujientes como el papel y los rituales de pincel, mano y tinta en la cultura nipona.
«El momento en el que golpeas el instrumento rompes con la convención. El sonido rompe el silencio. Rompen el mundo que había existido hasta entonces».
Son palabras de Toshio Hosokawa, un compositor nacido diez años después de los bombardeos en Hiroshima, y que como muchos compatriotas practica el arte de la caligrafía como ejercicio de meditación. El movimiento de preparación en el espacio, ha dicho, es tan importante como el momento de la escritura, la mano sigue una continuidad y es la línea en el espacio la que rasga la línea en el papel.
Es apetecible perderse con los ojos cerrados por estos kanji germinados entre silencios, con arco, con pizzicati, con glissandi, caídas desde la estratosfera hasta el núcleo caliente de un átomo, visiones que surgen de repente, ideas al vuelo, ideogramas/sonogramas que atacan y se extinguen. Tinta de aire. Tinta de animal, de madera. Tinta de mano. Invisible. Rayante. Radiante.
«La música es caligrafía, usa sonidos pintados en el lienzo del silencio» Hosokawa.
«Fugarse es volver.»
Quizás porque se trata de Bach, una obra suya que ejemplifica el contrapunto y la fuga como técnicas de composición aunque sin aclarar instrumentos, misteriosa y simple, ha dado lugar a no poca interpretación metafísica. Tiene además el flavor de obra inacabada y póstuma.
Fue olvidada durante siglos, pero su reinterpretación a la luz de la música contemporánea es reveladora: el arte de la fuga es, como se ha señalado, una forma muy abstracta de variaciones. A partir de un solo tema musical, un crecimiento en rizoma o en ondas o en combinatoria hasta un total de 18 contrapuncti.
Era didáctico pero no un mero artificio. Su contenido parece afectivo. Nunca afectado. El arte de la fuga es una exploración y el hecho de que Bach no concretase para qué instrumentos ha dejado abierta la caja de Pandora de la curiosidad. Se ha interpretado a clave, a órgano, a quinteto de metales, a piano, a orquesta sinfónica… No ha pasado inadvertida al cuarteto de cuerda bajo el arco de Florian Vlashi, que para cerrar este concierto de música del siglo XX ha escogido varios de sus contrapuntos de mediados del s. XVIII.
El escritor francés Pascal Quignard dejó escrito: «El cuarteto de cuerdas europeo: cuatro hombres de negro con corbata negra en torno al cuello y arcos de madera con crines de caballo se encorvan sobre tripas de oveja». Su visión, irónica y algo fúnebre, contrasta con un cuarteto más luminoso donde para empezar no hay 4 hombres y las crines de caballo y tripas de oveja tejen líneas de fuga hacia lo que conmueve y no está escrito, hacia esa caligrafía que no es de este mundo.