La fisicidade de «Árbore» de Manolo Paz y el sentido trascendente que José Ángel Valente muestra en «Elegía, el árbol» son el germen de «Resonancias arbóreas». El árbol de M. Paz moldea un material pétreo que aspira a ser orgánico. Este sentido ascendente, en el poema de J. A. Valente, viene delimitado por una elevación al mundo invisible; por el paso del mundo sensible a lo trascendente.
Escuchar la resonancia del sonido nos sitúa en el límite del mundo sensible. Un espacio donde la materia y aquello otro que trasciende su existencia confluyen.
El árbol pertenecía por la copa a lo sutil, al aire y a los pájaros. Por el tronco, a la germinación y a todo lo que une lo celeste con los dioses del fondo. Por la raíz oscura, a las secretas aguas. La copa dibujaba un amplio semicírculo partido. Porque también el árbol era portadordel fuego,herido por el rayo, el árbol. Como otras cosas mayores que nosotros: estaba el árbol no en la ciudad, sino en el mundo, más cierto que ella misma, que aún la circundaba. Árbol. Ciudad. El árbol en lo alto, sobre la lentitud de la subida. Nos llevaban a él, pensábamos, su propia suficiente soledad o su belleza. Soledad o belleza, santidad, forma que en la cercanía del dios reviste lo viviente. El árbol, nos dijeron, fue talado. El árbol, no de la ciudad, sino del mundo, más real, que entonces aún la circundaba. Quien visite el lugar acaso sepa que aquel árbol no podía morir; que en el lugar del árbol para siempre hay, igual al árbol, en la posición antigua del orante, un hombre, igual al árbol, con los pies en la tierra, pero menos visible, la cabeza y los brazos, con las manos abiertas, alzados hacia el cielo, copa, tronco, raíz, para que desde lo oscuro suba lo oscuro al verde, al rojo, y a su vez el fuego regrese de lo alto a la matriz, al centro imperdurables.
Como encargo del Festival RESIS de Música Contemporánea, y utilizando como hilo conductor la talla “Amor Divino” del escultor coruñés Emilio de Madariaga que forma parte del fondo del Museo de Bellas Artes de A Coruña, este “Tratado Espiritual” es una partitura que invita al espectador a adentrarse en su propia consciencia, en sus propios miedos personales; una partitura que busca provocar el temor, la angustia y una posterior reflexión individual, con el objetivo de que cada uno de nosotros pueda contestarse a la gran pregunta de la existencia humana: eres, realmente, capaz de matarte a ti mismo para poder entregar tu vida a otro en nombre del amor?
Hoy en día, la cuestión así formulada resulta un tanto superflua debido a que el amor, la verdadeira entrega sin condiciones a alguien o a algo que es superior a nosotros mismos, se ha convertido en un asunto casi pueril: aspecto inherente a la superficialidad de esta sociedad líquida y a las modas livianas heredadas del movimiento new age.
Pero las vías históricas [la relixiosa, la mística, la chamánica] nos hablan de otras cuestiones considerablemente más profundas como pueden ser la renuncia a la propia personalidad o el temor que provoca la aniquilación del propio Yo. No existe, por esto, ni una sola tradición seria que no contemple símbolos tales como la sangre y el cuchillo, el grito y el murmullo, la oscuridad y la luz: se trata, en palabras del célebre Alejandro Jodorowsky, del poder sanador del pánico, y esta es, y no otra, la vía escogida para invitar al oyente a sumergirse en el abismo de su mente; es esta, y no otra, la vía para renunciar a todo aquello que somos y conseguir experimentar la auténtica fuerza purificadora del amor.